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La Marucha era una guapa de la vecindad que hacia voltear a verla por la fuerza de sus tacones sobre la acera recalentada; la Maruchan, dicen las malas lenguas de las buenas gentes, es el paliativo ideal para esta hambre que me asalta cada mediodía entre escritorios grises y archiveros tristes y los ojos de Leticia que codician mi sillón giratorio con rueditas en la base… sopa instantánea, dicen… pero me parece que la Maruchan es un espejismo más, de los muchos que tiene esta ciudad, resguardados en cada esquina, para darle palmaditas al hambre y para imaginar que todavía estoy completo o cuerdo, o algo por el estilo.

El olor se esparce lentamente, con la suavidad del sol de media mañana, mientras remueve la mezcla de  cebolla y ajo picados, sofritos con aceite de olivas, la cocina se va llenando de ese aroma dulzón y picante que hace correr lágrimas por sus mejillas y es que la cebolla a veces pica más que los celos, pero no importa, sus ojos oscuros sonríen cuando la luz les da de lado y remueve la mixtura como invocando ese futuro que ya no es lo que solía ser. La verdura picada la va removiendo de poco a poco y agrega puré de tomate, mientras susurra esos boleros que solía escuchar de niña cuando la abuela Joaquina trajinaba por las mañanas de la vecindad y se arrullaba con el ruido proveniente del mercado.

Agua caliente directo del dispensador, que tiene dos boquillas coloreadas, de rojo una y azul la otra, como para decirnos que el rojo, femenino, es diabólicamente caliente, y el azul es frío como mañana de enero sin dinero suficiente para llegar a fin de mes, ni esperanza de cumplir cada tonta promesa hecha al filo del año viejo… como ocurre cada vez, disuelvo el sobrecito de condimentos mágicos en el agua tibia y espero a que ocurra el milagro de la sopa de fideos chinos empaquetados en un vaso de poliestireno con dudoso y auténtico sabor a res, o a pollo, o a camarón, o a lo que le dio la gana a la Leticia esta mañana que pasó por el oxxo cercano a su casa.

Orégano, tomillo, mejorana, albahaca, romero, salvia, pimienta y sal. Compra una papa del tamaño de su puño, dos zanahorias medianas, un calabacín como los de Cuetzalan que tanto le gustaban, un manojo de ejotes frescos y chícharos suficientes para llenar media taza y un corazón de apio. Va al mercado en miércoles, pasa por el puesto de Carmelita, escoge una cebolla grande, una cabeza de ajo y compra 100 gramos de pasta en la tienda de los Ortega, de esa que le gusta, esa que parece tornillos amarillos: fusilli, y lleva su carga en la bolsa de jarcia coloreada a rayas como arcoíris, colmada con flores de San Andrés y de Santa María Xixitla.

El indiscutible sonido de una lata de Coca Cola rompe el silencio que ha envuelto el ritual gastronómico, que cada medio día sucede, sin descanso, frente al garrafón de agua del tercer piso, dónde los oficiantes hacen fila, silenciosos y serios. Yo llevo dos vasos y los ojos de la Leticia que me obligan con la carga de su delicia oriental, mientras hago malabares para llegar con la corbata intacta de caldo instantáneo y encuentro refugio en el rincón del escritorio dónde guardo tu foto de antes, de cuando preparaba sopa y sonreías cada mañana y el sol era el sol y yo estaba completo, o sea: cuerdo, o algo así…

Corta toda la verdura, papa, zanahorias, calabacín y ejotes en cubos pequeños, del apio corta una rama y la trocea fino, agrega los chicharos pelados; toda la verdura se echa a la cacerola, se remueve y se mezcla todo. Cuida que no se peguen las verduras al fondo de la cacerola, agrega un chorrito de agua, una pizca de sal y pimienta recién molida, sigue removiendo, conjurando, y deja que el calor suba por sus brazos, para que poco a poco se entibie su alma.

La verdad es que no me di cuenta, ni siquiera tuve tiempo de pensar en las consecuencias, fue como esa Marucha que hacia resonar sus tacones por los pasillos y obligaba a voltear buscando su contoneo de domingo,  su sonrisa burlona y su silueta de sílfide recién bañada. Fue sólo el instinto de voltear a mirar hacia el lado incorrecto, como deslumbrado pero curioso, y no sentí como se me iba enredando, sigilosamente, esa sensación de arrogancia masculina, incapaz de preparar sopa, atrapando nuevos sabores, descubriendo otras maneras de ser… y casi sin sentirlo me fui yendo a pedacitos, de poco a poquito, como granos de sal sobre la mesa…

Cuando todo está sazonado, agrega agua y la pasta, revuelve con la cuchara de madera y tapa la cacerola con un suspiro, entonces baja la flama de la estufa al mínimo y se sienta a esperar…

Ya es noviembre y huele a salvia y a albahaca, me llegan rachas perfumadas de cempasúchil y calabaza, me levanto para espiar la sopa que se cuece lenta y soñadora, segura de sus hervores, sin tiempo medido, sin envoltura de celofán dorado, sin auténtica verdura deshidratada, sin saborizantes ni conservadores, sin tacones como crótalos de desesperanza, sólo esa paciencia eterna que guarda la mañana antes de que regreses a casa.

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