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Fue la noche en que despidieron a Armando Pinto que salía para París a la mañana siguiente, había logrado la beca en filosofía y todos estaban contentos porque el Pinto era buen amigo. El vino barato de la velada le hizo creer en la sonrisa de Cantuta, que prometía llevarlo al estudio de su padre, el pintor boliviano, pero algo no terminaba de convencerle como si fuera una mala broma o sólo la malignidad femenina que brillaba en sus ojos negros. Era tarde y hacia poco frío como acostumbra hacer hacia el final del verano en  el valle de Puebla. Tendría que caminar los nueve kilómetros que separan la ciudad de los ángeles de la casa de sus padres, a buen ritmo llegaría en dos horas, poco más o poco menos, pero sin motivo alguno, sin pensárselo dos veces, corrió hasta la esquina donde pasaría el último autobús a Cholula.

En lo alto del cerro, miro hacia el llano que termina abruptamente en una barranca que sirve de agostadero para el ganado bravo, alrededor mío hay amplios campos de trigo y cebada, flanqueados  por hileras interminables de magueyes pulqueros, esto es Españita, Tlaxcala, y miro, a través de la memoria heredada, la Hacienda de Santiago Ameca, todavía se identifican la casa grande, la calpanería, la capilla, la troje, los abrevaderos, el molino, la puerta de campo. Su voz susurra suave en mi mente “Era como una ciudad en pequeño” dice, “mi padre era el maestro de obras de la hacienda, pero murió joven y quedamos huérfanas Jesusa, Andrea y yo, Joaquina, la mayor…”

El autobús iba, como siempre a esa hora, atestado, él estaba aprisionado por cuerpos de todos los tamaños y formas, comprimidos por la necesidad y el cansancio, entre malos y a veces ofensivos humores reunidos, con paciencia, tras una semana de jornadas a contratiempo. Llegó a la casa de sus padres para encontrar las luces encendidas y la noticia de que Joaquina se había ido en un sueño sin fin, que le dio la gana dormirse y no despertar, porque ya no vio el caso de seguir trajinando en esa que ya no era su casa, ni su radio, ni su mesa, ni su mecedora… ni su vida.

Su voz me cuenta una historia mientras veo hacia el poniente dónde asoma el campanario de Españita, me dice que hay un pendiente en Ameca, que no ha cumplido, y que esa deuda la despierta a veces, cuando hace luna llena y está roja porque hay canícula.

“La bola ya había estallado y  la familia del hacendado se fue para la ciudad de México y dejaron a un administrador que no duró mucho después de una incursión zapatista. Algunas familias se fueron para San Martín, las más se aferraban a la tierra, Madre  nos llevaba al campo para recoger verdolagas y alaches, cuando se oyó la balacera ¡Dios santo! Entonces a correr para esconderse, Madre nos ordenó subir al techo de la casa, la primera de la calpanería, y taparnos con los costales que allí había, cuando ya entraban los carrancistas echando tiros al galope. Madre se quedó en medio del patio y yo bajé corriendo para apresurarla, cuando me levantó en vilo un jinete que no vi, Madre rogaba que me soltara, que era una chiquilla, en medio de mi azoro quise defenderme pero el caballo ya enfilaba hacia el potrero y Madre yacía en medio del patio tendida en el suelo, con los brazos abiertos, sin queja, sin llanto. Entonces le rogué a Dios que me salvara, que si había un Dios en los cielos hiciera algo… y lo hizo…”

No fue al velorio de Joaquina, se quedó para asimilar los últimos meses de su vida, Lucila no quiso casarse y le pidió que desalojara su vida; ya no le consideraban confiable para volver a Nicaragua; se embarcó en Tampico para desembarcar en Panamá y regresar a casa en autobús desde New Jersey, en la víspera de navidad Joaquina estaba en casa con su madre y fue la última vez que la vio contenta, porque se fue, nuevamente, de viaje al fondo de sí mismo.

¡Dios! ¡Te prometo, te juro que…! ¡Te voy a creer…!  Pasaban por mi mente todo tipo de imágenes y pensamientos, cuando se escuchó el sonido de un cuerno, como un gemido que llama, que reclama con urgencia y luego era el metálico aullido de la corneta que ordenaba a degüello, el caballo reparó y el jinete dejó caer su carga para salir al galope al encuentro de los suyos, ¡los zapatistas! ¡que  vienen los sombrerudos! Dicen que al salir huyendo fue el jinete, ese que le decían el Tuerto, el que cayó primero, con una bala en la frente…

Voy más allá de la hacienda, para recorrer la barranca dónde se refugiaron Joaquina y sus hermanas, desde donde partieron para San Martín, desde donde su vida se trastocó. Decido ir para Tepalca donde Federico me espera para probar pulque fresco y comer mixiotes de cordero, ya mañana ensillaremos los caballos para ir a Españita y a Recova y quizá hasta Moyotzingo. Junto al jagüey nos fumamos un “delicado” y recojo una piedra, un canto redondo y alisado, del tamaño de una nuez de castilla, como las de Calpan o Huejotzingo que tanto le gustaban a Joaquina.

Miró el agujero abierto en medio de la tumba del abuelo Cándido, del que fue médico homeópata, partero y maestro de escuela, pero que tuvo dos defectos irreconciliables: masón y anarquista, a lo que sumó su matrimonio con una mujer analfabeta, pero que tenía la certeza de que Dios la oyó un día…

Se fue temprano para el panteón francés, recorrió las calles del abandono y del silencio para llegar hasta donde reposa el recuerdo de Joaquina, puso el canto del jagüey de Tepalca sobre la lápida y dijo a manera de oración: -Me fui a buscar al buen Dios, primero de maestro, como el abuelo, luego de marinero, como el otro abuelo, después de misionero pero terminé de vaquero allá por Ameca, y me fui al agostadero con Federico, el de Tepalca, arreamos ganado para el rancho y tomamos tanto pulque, ¡que casi se me olvida!, me fui al jagüey para ver las nubes reflejadas, vi un relámpago que temblaba sobre la superficie de la tarde y di las gracias por ti al cielo profundo y eterno.

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