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imageLa primera vez que la vi fue en la fonda de Santa Clara, estaba al fondo, en un rincón medio obscuro y abandonado, la mesita estaba adornada como todas las demás, del techo colgaban las banderitas de papel picado, las flores frescas en el florero de vidrio prensado del barrio de la Luz, el mantel de manta bordada en punto de cruz de Cuetzalan, la vajilla de Talavera de Casa Uriarte, los cubiertos de plata de Amozoc, y su sonrisa que iluminaba la escena. Entonces era mucho más joven, y el rubor delataba mis pensamientos, como cuando las mentiras pesan más que la voluntad, la sangre delatora calienta las orejas, y los ojos ya no pueden mirar de frente; la vi en aquel rincón y me preguntaba si era posible una sonrisa como aquella, ese gesto tan desenfadado, esas piernas tan perfectas, esa forma de estar ahí posando para la memoria.

Una tarde de mayo, húmeda como casi todas las de ese mes, la volví a encontrar, me sorprendió su frescura y brillantez, como si no hubiera pasado casi una década desde que la descubriera en el rincón de aquella fonda elegante, para encontrarla sonriente y vivaz tras la barra de esa lonchería decadente, El Girofle, en el pasaje francés del ayuntamiento. La miré furtivamente, como si fuera uno más de los objetos que uno encuentra, descuidadamente con la vista, al fondo de cualquier local, y repasé su silueta, su rostro alegre, su mirada que seguía siendo la misma que me había devuelto desde aquel rincón de mi memoria, mordí la torta de salpicón con chipotles adobados, la especialidad de la casa, y deje que el picante nublara mi vista hasta no poder verla y crucé la calle hasta los billares Imperio dónde me refugié de aquella visión, que me sonreía coqueta, como si nada.

Finalmente la tuve entre mis manos, sucedió un domingo cualquiera, un domingo de medio sol en la plazuela de Los Sapos, olía a molotes de tinga y papa, a quesadillas con flor de calabaza y epazote, a chalupas verdes y rojas con mucha cebolla, a cerveza Victoria y también a aceite para madera, cera y chapopote, a naftalina, a viejo, o antiguo, si lo quieres decir de esa manera elegante y menos cruel… El caso es que la encontré en La Bella Elena, ahí dónde hasta hace unos años estuvo la última pulquería de la ciudad, ahora acondicionada para cafetería y bar, estaba, otra vez, al fondo en un rincón solitario y discreto, como para que nadie la viera, pero su presencia destacaba por su aspecto de antes, de siempre, la miré directo al rostro, estiré la mano para tocarla y comprobé que ahí estaba, esperándome, sin darme cuenta la miraba tan de cerca que el dueño del local se incomodó.

-- ¿Le interesa? Preguntó.
-- Mucho. Contesté.
Se acercó sonriendo, ajustando las gafas a su rostro.
-- Es un ejemplar único. Comentó conocedor.
-- Si. Respondí sin quitarle los ojos de encima a esa sonrisa esquiva que me llegaba desde el rincón.
--Me la voy a llevar. Dije casi maquinalmente, como pensando en voz alta.

Me la llevé a casa, mi mujer me miró con gesto inquisidor y con aire práctico, de quien ha soportado todas las excentricidades posibles en perfecta calma, mientras colocaba en la pared de mi estudio una hoja de calendario de 1947, la del mes de mayo...

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