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Algo me decía, muy dentro, que me alejara, que me largara de ahí, que no iba a salir indemne de esa noche despejada y fresca de abril, mientras me dejaba llevar de tu mano por el laberinto de La Antigua, los piripitiches atisbaban desde los quicios del Arco del Antiguo Convento, a la sombra del cerro de la Cruz. 

Tu aroma de guayaba y mango, de orquídeas y sudor se me fue pegando de poco a poco como esas enredaderas de la selva: en silencio, sin complicidades...

Me pertreché tras un alegato inútil acerca de la poesía y recitaste de memoria a Sabines y luego a Benedetti, sin sentirlo nos fuimos llenando de carnaval, bebimos café con aguardiente y melaza mientras cantabas con odio los boleros que hacían llorar a tu madre de tarde en tarde. Tu cadera fue mi horizonte y tus ojos el reproche vivo de mi estancia en Guatemala. Vi como te levantaste sin prisa, a la hora en que llegan los camiones de Quetzaltenango al mercado, te fuiste en silencio, con el pelo trenzado de mariposas… Mientras echaba la mochila a mi espalda y ajustaba la brújula hacía el norte, no dejaba de recordar tu mirada sin misericordia y oía, en un lamento sin fin, tu voz que repetía hasta el hartazgo: No te salves...

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