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¡Goooooya, gooooya….! Se escuchó fuerte antes de llegar a la esquina de la “Casa del que mató al animal”, dónde estaba albergada la editorial García-Valseca. ¡Gooooya! Volvía a oírse en medio del tráfico de la una y media de la tarde poblana.
La mochila escolar, de gruesa vaqueta, pesaba como si los libros de texto gratuito efectivamente contuvieran al mundo y la verdad, los delgados tirantes se enterraban en mis hombros de 9 años con toda la fuerza de la gravedad a su favor; una gota de sudor corría por mi sien izquierda mientras amarraba el suéter del uniforme a mi cintura, entonces, levanté la mirada y un amarillo autobús de la ruta Garita-Panteón, seguido por un verde de la San Antonio y Anexas, pasaban raudos hacia el zócalo, cargados de estudiantes que asomaban por las ventanillas, puños al aire, caras llenas de convicción, ingenuidad en los gestos, cauda de volantes recién salidos de algún mimeógrafo del Edificio Carolino alfombraban su ruta.
Me acerqué a la maestra Pilar, tomé su mano, más con curiosidad que con miedo, las consignas retumbaban en mi mente ¡presos políticos, libertad!, ¡libertad, libertad, libertad!, alrededor nuestro la realidad se detuvo, los adultos se mantenían tiesos, con ojos de asombro, algunos alcanzarían a meterse en el portal Morelos, mujeres de negro vestuario se persignaban y el sol de septiembre brilla por encima de las torres de catedral. Busqué la cara de Pilar con gesto interrogante para descubrir que ella levantaba alto su puño izquierdo, mientras me jalaba hacia el paradero de autobuses, fue entonces que tuve la certeza que marcharía algún día, diez años después, por la avenida Reforma hasta el zócalo, en medio de banderas rojas, cantando la Internacional, repitiendo consignas desgastadas, repetidas hasta la saciedad, hasta dejar de significar algo...
Regreso hasta esa esquina mágica, la de la Casa del que mató al animal, para recuperar ese medio día luminoso del 68, que dio alas a mis sueños y convicción a mis ideas, solo para recordar la mano firme de mi madre.

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