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¿Recuerdas cuando bajábamos más de cien metros sobre una cuerda con el vacío como una promesa de vida eterna? ¿Cuando guardábamos imágenes de estrellas descubiertas bajo tierra? ¿O cuando nos íbamos por la huasteca, a comer tortillas de maíz dulce con frijoles, mientras lloviznaba suavemente hasta acurrucarnos junto a la ceiba en Olintla? 

Entonces nos arrullaban las conversaciones en totonaco de las mujeres que pasaban por el camino en un coro suave, dulce, vivo; nos maravillaba el cerezo del café y nos entristecía la pobreza y el hambre en los ojos grandes, hermosos, que nos recibían risueños cada semana.

Después te fuiste, con un adiós de caseta telefónica, mandaste a tus chaneques para limpiar los estropicios de tu presencia, bailaron, cantaron y se emborracharon, felices y desdichados, pero olvidaron llevarse tu olor de helechos y musgo, de tarde sin fin.

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